sábado, 20 de noviembre de 2010

Aprendiendo de los hijos...

Hace poco más de una semana, llegó el mayor de mis varones a casa con una circular de una congregación religiosa. Lleno de emoción, me contó que había sido seleccionado para asistir a una convivencia durante un fin de semana en un Seminario Menor que está ubicado en Mérida, es decir, un seminario donde se forman en bachillerato y aspectos religiosos, jóvenes menores de edad con vocación espiritual y religiosa.

No les voy a negar que me asusté. Yo soy creyente, y los tengo estudiando en un colegio católico. Pero, que de sopetón te venga tu hijo futbolista, de los primeros 10 de la clase, autodidacta de la música, y artista de los dibujos de manga a decirte que "ha pensado más de una vez cómo sería ser sacerdote", es como para moverte un poco por dentro.

Una de las virtudes que más me gusta de mi hijo es su reflexividad y su sinceridad. Me contó, a diferencia de otros compañeros cuyas madres se enteraron a través de mis preguntas, cómo fue todo el proceso, qué preguntas le hicieron en la encuesta inicial que les pasaron, y qué respondió en cada una, lo cual me hizo verlo de otro modo, porque muchas de las cosas que me contó ese día nunca antes las había escuchado de parte suya.

Este aspecto me emocionó, y entonces me puse a investigar, asistí a la reunión con los padres de los niños seleccionados, escuché con atención todas las explicaciones, apoyé la iniciativa de los sacerdotes, pero también ayudé a otras tímidas madres a poner en evidencia sus angustias, que estaban todas relacionadas con la inseguridad, por cierto. Hasta lloré de la emoción con el video que nos presentaron, acerca de la vida en ese lugar tan hermoso de las montañas merideñas, donde lo más difícil debe ser no ser espiritual.

Cada preparativo que había, lo asumió con madurez, incluso en temas que lo apasionan como el fútbol, fue personalmente a informarle al entrenador las razones por las que no asistiría el viernes a entrenar ni el sábado al partido. Preparamos cuidadosamente la maleta, siguiendo todas las recomendaciones de los sacerdotes, y llegó finalmente la tarde del viernes.

Nos fuimos al terminal de pasajeros, y cuando íbamos caminando con los bolsos hacia el andén correspondiente, me dijo: "mamá, no me siento seguro". Yo le dije, "bueno, pero por qué, si estabas tan convencido, qué es lo que te angustia". No supo explicarme exactamente lo que le sucedía, y les estoy hablando de un joven que ha viajado sin mi a varios lugares de Venezuela sin problemas: a Maracaibo, a Maturín, a los Teques, y siempre se fue muy seguro, y regresó felíz de las experiencias vividas.

Pero esta vez se sintió distinto, y yo pensé rápidamente: "si lo presiono a que vaya de todos modos, irá, pero no estará conforme. Si le digo que está bien, que no vaya, así nomás, le quedará la duda de si debí insistirle". Entonces le dije que si no se sentía en paz consigo mismo no lo hiciera, porque no se trata de quedar bien con otros, sino con uno mismo. Yo lo apoyo en lo que él quiera hacer, siempre que esté convencido de que eso es lo que quiere hacer. Pero si se sintió extraño, si no sabía por qué, pero no estaba claro en irse, no podía empujarlo.

Lo que sí le dije es que tenía que darle la cara a sus compañeros y a los sacerdotes, explicarles lo que le sucedía, e informarles que había decidido no asistir. Guardamos las maletas de nuevo en el carro, y fuimos hasta el andén. Allí estaban sus amigos, no solamente los de su colegio, sino también otros compañeros del fútbol que estudian en otros colegios, y todos se alegraron cuando lo vieron, le hacían bromas y le decían que con ese equipo no habría seminaristas que les ganaran en fútbol. Fue duro para él, con ese ambiente de alegría, cariño y compañerismo, decirles que había decidido no ir. Pero lo hizo, en sus propias palabras y con sus sentimientos a flor de piel.

Luego le tocó hablar con los sacerdotes. Uno de ellos había sido con el que mejor se comunicó mi hijo en todos los días previos, y muy amablemente le contó cómo se había sentido cuando tuvo que dejar su casa para dedicarse a esto y cómo al mismo tiempo sentía la alegría de conocer nuevas experiencias. Mi hijo le explicó sus inquietudes, y el sacerdote fue comprensivo y le hizo sentir que no era culpable por decidir quedarse. Me pidió que lo esperase afuera mientras se despedía de todos, y así lo hice. En el carro de regreso, me seguía diciendo que era la primera vez que se sentía de ese modo, que no sabía explicarlo. Yo lo animé, le dije que no se preocupara, que esas cosas pasan y que lo importante es asumirlo y seguir adelante.

Ayer, me dio una lección de sinceridad, madurez y valentía, mi príncipe de 14 años.

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